En una ciudad confluyen fronteras que funcionan como herramientas de separación y división. Los muros y las rejas son ejemplos de fronteras visibles, pero las hay también invisibles o simbólicas: a estas, podríamos llamarlas barreras ideológicas. Por lo general, ambas funcionan como formas de aislar y/o separar a porciones de la población según su estrato social.
La segmentación urbana -es decir, la distribución de los habitantes en las ciudades- se ve afectada por distintos factores. Desde un punto de vista simplista puede creerse que la población se segrega voluntariamente y, aunque en algunos casos sí es así, la realidad para muchos otros es distinta. No todas las personas tienen la posibilidad de elegir en dónde y en qué condiciones vivir: la “elección” depende de sus posibilidades económicas y de sus oportunidades de acceso. Este fenómeno se puede ver reflejado en los patrones de urbanización de muchas ciudades latinoamericanas.
Uno de los ejemplos más característicos de la construcción de estructuras utilizadas para la división y la exclusión es el ‘muro de la vergüenza’, que se encuentra en la capital peruana y que, con una extensión de 10 kilómetros de largo, divide al barrio privado Las Casuarinas de uno de los más pobres de la zona, Pamplona Alta. Esto se repite a lo largo del continente: en Sao Paulo, Brasil, donde un muro separa a una favela de una zona residencial; en México D.F -más específicamente en el área de Santa Fé-, lugar en el que las personas más adineradas y, con incentivos del municipio, han levantado altas paredes con el mismo objetivo y se vuelve a repetir en Caracas (Venezuela), en Medellín (Colombia), en Quito y en Guayaquil (Ecuador) y, también, en nuestro país, Argentina, entre muchos otros lugares.
Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), en el 2020, la tasa de pobreza extrema se situó en 12,5%, mientras que la pobreza en la región alcanzó al 33,7% de la población. Estos datos permiten analizar a la segmentación urbana desde la perspectiva de la desigualdad social viéndola, incluso, como un reflejo, una causa o un resultado de esta desigualdad.
Recientemente, el licenciado en Ciencias Ambientales y columnista de Vorterix, Alejandro Inti Bonomo, publicó en Twitter una imagen tomada desde el aire en la ciudad de San Isidro, en Buenos Aires, con el comentario: “Obscena imagen de nuestra desigualdad”. Allí se puede ver como una línea recta, materializada en un paredón cubierto de árboles, separa al barrio residencial, La Horqueta, de la villa más grande de Zona Norte, La Cava. De un lado, lujo, opulencia, mansiones con jardines inmensos, casas quintas, piscinas; del otro, conglomerados de casas y asentamientos, pasillos angostos, falta de servicios básicos como el agua corriente y las cloacas. En esta línea, la Secretaria de Integración Socio Urbana del Ministerio de Desarrollo Territorial y Hábitat, manifestó, para El Grito del Sur, que “hay un contraste obsceno e inmoral entre un parque con dos piletas, con todos los servicios, y del otro lado de un paredón 30 casas en la misma cantidad de metros sin los servicios básicos”.
“hay un contraste obsceno e inmoral entre un parque con dos piletas, con todos los servicios, y del otro lado de un paredón 30 casas en la misma cantidad de metros sin los servicios básicos”.
Ciudades polarizadas, contrastes extremos, barrios de pobres y barrios de ricos, opuestos que comparten una misma geografía pero divididos por barreras. ¿Por qué ocurre esto? Para poder analizar esta cuestión, Teresa Pires do Rio Caldeira, en su libro Ciudad de muros (2000) habla sobre cómo el miedo -al crimen y a la delincuencia, por ejemplo- funciona como un dispositivo para generar transformaciones en la ciudad: en su infraestructura, apareciendo así los muros, las rejas y los alambrados. Según ella, la relación entre el miedo y la urbanización genera patrones de segregación y espacios antidemocráticos en las regiones. Mientras los más adinerados disfrutan de todas las comodidades viviendo, de alguna forma, aislados en una burbuja de “seguridad”, sus vecinos se enfrentan a condiciones de superpoblación, contaminación, falta de recursos. Esta agrupación espacial que establece un estatus, este miedo al “exterior”, a la cercanía social, genera que unos no vean las condiciones en las que los demás viven y, por consiguiente, no empaticen con ellos. En esta línea, Lasana Harris, de la Universidad de Duke, y Susan Fiske, de Princeton, que realizaron una investigación sobre la neurociencia social, determinaron que los mecanismos cerebrales que se ocupan de la identificación y la comprensión se desactivan cuando no tenemos contactos con otros grupos, dando como resultado que no se perciban sus dificultades y necesidades y que, como consecuencia, se los degrade y deshumanice.
El efecto social de este fenómeno es enorme. Se expone a los habitantes de las villas o de barrios carenciados a condiciones de precariedad que rozan lo inhumano. Además, existe el llamado ‘efecto barrio’, que es el nombre que tiene la influencia de la segregación en la vida de las personas y que puede verse reflejado en la disminución de oportunidades educativas, laborales y de acceso en general.
Desde nuestro lugar, podemos cuestionar la distribución económica y espacial de la población, entendiendo que son elementos decisivos en la integración de los individuos a la vida social y que influyen directamente social, económica y psicológicamente en las personas, como así también repensar las nociones comunes que damos por sentadas, deshacer el aprendizaje: deconstruir la idea de que, por nacer o residir en una zona o barrio determinado, una persona automáticamente es ‘chorra’, ‘vaga’ o está ligada a la delincuencia.
En esta línea, el geógrafo y teórico social David Harvey, plantea que como ciudadanos deberíamos tener el derecho a cambiar y reinventar la ciudad de acuerdo a nuestros deseos. Sólo así, se podrían generar alternativas para una ciudad menos desigual, más democrática y heterogénea. Algo similar a esto ocurrió cuando, en 2009, momento en el que se intentó levantar un muro de 1600 metros de largo que separe, también, una parte de San Isidro del barrio Villa Jardín, de San Fernando, los vecinos rompieron los paredones y, sobre las ruinas, escribieron “Somos iguales”. Esta acción es un reflejo de lo que sería un proceso de urbanización como un ejercicio de poder colectivo. Un ejemplo, en fín, de cómo la comunidad lucha contra el estigma, intentando derribar estos muros de la vergüenza que materializan una desigualdad estructural del sistema.
Redacción: Eugenia Castro