¿Qué sucede cuando la vida pierde todo brillo, cuando el cuerpo se fragmenta de un dolor insoportable, donde no existe un más allá hacia donde caminar?
Un cuerpo sin nombre, un pecho atravesado por la angustia que arranca un pedazo de tórax sintiendote un desalmado, una cama que pareciera se hunde como si en aquel lugar la gravedad pesara más que en cualquier otra parte. El mundo ya no tiene nada para ofrecer, todo es decadencia, sonrisas falsas, cualquier mirada quiere sacar jugo de tus padeceres, sos un objeto consumible para reafirmar el propio ego de quien te habla como suponiendose una verdad.
La monotonía juega sus fichas en un día sin horarios; levantarse a las 3 de la tarde, intentar comer aunque cualquier manjar mute en porquería desechable, dudar sobre salir o quedarse encerrado “no quiero ser un problema para los demás”, el rol de la víctima totalmente interiorizado en un lugar que merece castigo.
El día se pone pesado, tu cuerpo ya no se soporta por sí mismo, necesita desplomarse, acurrucarse en algún lugar de resguardo donde nadie vea aquella metamorfosis, aunque no sepas que es una metamorfosis. Penetrar en aquel lugar olvidado por la humanidad, encerrado entre 4 paredes de cristal, queriendo desgarrar un grito ahogado como pidiéndole a tu organismo que reaccione, que no te deje tirado, mientras las palabras se ahogan en un llanto a cara tapada. La vergüenza una vez más.
¿En qué me he convertido? te preguntas por las noches. “Alguna vez fui feliz, ¿Por qué no puedo serlo ahora?” El insomnio se posa sobre tu oreja, mientras el verdugo se sienta al borde de la cama, cargando con su hoz de culpa para hacer girar la maquinita del recuerdo en el martirio autoconvocado de un sufrimiento casi placentero.
Un dolor que talla el cuerpo, lo moldea a imágen de lo que se añora ¿Ser visible? ¿Querer desaparecer? solo es un llamado hacia el amor de una vida que ha quedado petrificada al perderse en su historia.
Momento donde se detiene la vida, todo pasa lento, todo pasa tan rápido, uno se vuelve espectador de las sutilezas mientras abundan las comparaciones. El “Tú puedes” casi parece una maldición, un plus de dolor hacia el desasosiego que ya se siente, como si a su vez uno fuese responsable y por lo tanto culpable de lo que le sucede: ¿Seré yo el problema entonces?
La vida sigue su curso y nada puede hacerse para saltarle encima y domarla de alguna manera, simplemente somos vividos en un mandamiento, con todas las excusas que nos estaqueen al suelo. Todos siguen, en cambio aquí, todo se agota.
“Si miras fijamente al abismo, el abismo te devuelve la mirada”
El abismo se vuelve tentador, sobre todo cuando uno se acostumbra a pararse al borde y relojea hacia atrás para ver si a alguien le importa. De todas maneras, aquel agujero que te acompaña día a día nunca llena su cuota de dolor. Te acompaña, te vigila, está al acecho observándote hasta que te camuflas en objeto sin causa, en una voz deshabitada, un pulso tembloroso, un espectro que señala algo que falla en la sociedad pero que solo queda ahí varado hasta el momento de ser denunciado, o en el peor de los casos olvidado.
Todo altar se derrumba. La esperanza existe, pero siempre es del otro, aquí no caben falsas utopías porque ya demasiado defraudado te encuentras. Caes. Quedás desarraigado, no hay religión, no hay palabra, ¿Por qué me castigan asi? Suplicas, nadie responde, te escondes, la rabia sube por tu cuerpo, rasguñas paredes, gritas tapándote la boca y todo se achica, aprieta, asfixia. Te agitas, caminas los pasos que ya diste, rastreas en tu baúl algún recuerdo, alguna foto de un pasado mejor, “todo era más sencillo antes”.
El futuro parece desobediente, ya no hay frutos de la cosecha, hasta el hecho de reir hace un juicio de meritocracia. El futuro es un imposible, como pensar en mañana si en esta cama es un eterno presente. “Todo fluye, nada permanece” te repetis con el entusiasmo de que si suenan lo suficientemente fuerte puedas cambiar, mientras te angustia que las cosas se escurran por tus dedos.
Te parás frente al espejo, no hay rastros de identidad, el asco se infiltra en la piel mientras observas detenidamente el denso insomnio que se posa debajo de tus ojos. La mirada caída, desorientada, ya no sabes bien que escuchas, cuanto de todo este dolor es y no es, pero parece tan verdadero.
Un decir que no se dice a espera de que algo lo diga, el alma se escabulle como asustada de lo acontecido ¿Quién ha matado a este hombre y por qué sigue respirando? se pregunta.
No hay salida, pasadizos sin secreto, fronteras de lo literal que no dejan paso a la metáfora que permita crear algo distinto. Un sueño que te devuelve a una pesadilla diurna, a una almohada mojada y un sentimiento de pérdida como si parado dentro de aquel hueco miráramos al cielo y no encontrásemos ninguna estrella.
El desastre, de la etimología -Sin Astros- donde ninguna fe puede llamar al auxilio de un hombre que vive en la sombra de un Dios que no reza.
Hoy, en el Día Mundial de la Lucha contra la Depresión, espero haber podido transmutar por unos segundos la piel del lector para sentir esta historia como propia y que las palabras hagan en su devenir un sentimiento de hermandad hacia los que padecen.
Por Elias Gross