Una ciudad que se vio desbordada por una marea azul y amarilla, personas que la
pasaron mal con el trato local, pero que irónicamente afirman que fue el mejor viaje de sus
vidas, y la movilización de hinchas sin precedentes a nivel clubes, sólo por amor a la
camiseta, de eso se trata este relato.
Era lunes por la mañana cuando Río de Janeiro comenzaba a ser testigo de los primeros
atisbos de azul y oro llegando a sus tierras, aunque no había forma de que estén preparados
para lo que iba a acontecer en su ciudad.
Grupos de gente que llegaban principalmente de Argentina, pero también desde otras
partes del mundo, porque no es un hecho desconocido que Boca Juniors es un club que
arrasa con las fronteras, llegando a los lugares más recónditos e impensados.
Fieles dispuestos a viajar hacia otro país con el fin de seguir al club de sus amores, de
vivir la historia, alentar hasta quedarse sin voz, portar la camiseta con el mismo orgullo de
siempre y reafirmar que no hay nada que se compare con lo que este club les hace sentir.
Reuniéndose en la playa de Copacabana para encontrarse con otros hinchas, cantar y
empezar a vivir la fiesta, no había otro objetivo más que disfrutar del momento que estaban
viviendo, llorar de felicidad y emocionarse a cada segundo.
Sin embargo, se encontraron con gases lacrimógenos, balas de goma, represión policial
y una hinchada rival cobarde, que los atacó por la espalda con la complicidad de la policía
brasilera, golpeando a familias, mujeres y niños por igual, robando sus pertenencias para
más tarde sacar chapa en las redes sociales.
Una lavada de manos de parte de la CONMEBOL, presidida por dirigentes que parecen
odiar el fútbol sudamericano, esforzándose por ser cada vez más impresentable. El evento
del año a nivel continental se puede resumir en una palabra: desorganización.
A pesar de los hechos de violencia, hostigamiento y persecución que los hinchas de
Boca sufrieron en Brasil, la fiesta no paró en ningún momento, y la evidencia cruda de esto
es el banderazo que tuvo lugar en la playa de Copacabana el viernes 3 de noviembre por
la tarde, palpitando la tan esperada final.
Miles de hinchas difundieron fecha y lugar donde aconteció la cita con la historia,
logrando que el mundo entero replique las imágenes y quede asombrado por la capacidad
de aguante que el pueblo bostero lleva en su ADN, siempre firme, sin importar la
circunstancia, el partido o el rival.
La noche del viernes sorprendió con lluvia y mucho viento, pero ni siquiera la tormenta
pudo apagar el espíritu de fiesta que se percibía en las calles de Río de Janeiro. Algunos
hinchas se dispersaron en busca de un refugio, pero no faltaron quienes se quedaron
bailando, cantando y disfrutando debajo de la lluvia.
Las horas pasaban más lentas que nunca, la ansiedad retorcía los nervios y la mayoría
de los hinchas no pudieron pegar un ojo, hasta que la fecha más soñada llegó.
4 de noviembre, final de la Copa Libertadores.
Cada rincón de Río estaba vestido de azul y amarillo, en la playa, en el subte, en los
alrededores de la cancha, en los bares. Banderas colgadas desde los balcones de los
edificios, cánticos de aliento y la esperanza de todos los años, pero multiplicada por siete.
Una previa que se sintió eterna, pero que se hizo un poquito menos insoportable por el
acompañamiento mutuo, los abrazos fervorosos y la arenga compartida entre grupos de
amigos, familias e incluso desconocidos.
La ilusión palpitaba en el pecho de todos los bosteros, tanto los que viajaron como los
que les tocó alentar desde sus casas, pero una vez más, el resultado no acompañó.
“¿Cómo esta copa no va a ser nuestra?” reclamaban los hinchas en un grito eufórico, si
dejaron todo de lado para perseguir el sueño.
Desde gente que viajó tres días arriba de un micro, los que sintieron la violencia en
carne propia y hasta quienes asistieron sin entrada, mirando el partido en un celular pero a
metros del Maracaná, el pueblo bostero lo merecía más que ningún otro.
Sin embargo, el merecimiento no tiene peso para cambiar un resultado. Ganar o perder
es parte del deporte, y todos eran conscientes de que las dos opciones estaban sobre la
mesa, aunque no querían pensar en que ocurriera la segunda.
La tristeza, la bronca y la decepción acompañó el regreso de los hinchas a sus casas,
conviviendo con el amor efervescente que sienten por este club, que no es sólo un club de
fútbol.
El contraste cuando terminó el partido fue alevoso. Mientras los hinchas de Fluminense
acababan de ganar su primera Copa Libertadores y lo festejaban comiendo en restaurantes,
caminando tranquilos o sin mayor alteración en el pulso que una leve alegría momentánea,
los hinchas de Boca sentían el corazón saliéndose de su pecho.
Una reafirmación constante de amor por los colores.
El mundo, nuevamente, desconociendo la esencia de este movimiento popular, se
mostró asombrado cuando se difundieron videos de hinchas de Boca cantando, saltando y
bailando alegres en la playa de Copacabana post-partido.
“¿Qué festejan?” se preguntaban los que se alegraron por la derrota, si perder una final
debería ser motivo de humillación y vergüenza. La respuesta de los hinchas de Boca fue
corta, sencilla e inentendible para el resto, pero lógica para los propios: la alegría de ser
bosteros.
Así es este amor, aunque muchos no lo comprendan.
Juliana Avila